sábado, 24 de noviembre de 2007

Fábrica de Martiricos











Es difícil expresar la sensación experimentada el primer día de trabajo en una fábrica. Si se le añade que la fábrica se encuentra en el mismo centro de tu ciudad, la ciudad del paraíso, entonces no se encontrarán palabras que lo puedan describir.







































































Un buen día, un hijo de Málaga que había triunfado en Madrid llegando a ser presidente de ITT España, decidió el levantar una fábrica en su pueblo. Una fábrica prácticamente autosuficiente, cosa que consiguió llevar a la realidad de forma plena en 1964. Es curioso que muchas de las mejoras que se han hecho en Málaga han surgido porque un malagueño ha llegado a posiciones de poder. Por ejemplo, el puerto de Málaga fue autorizado a recibir los barcos que iban a América gracias a Gálvez (el que ayudó a los EEUU a ser independientes), el puerto y el parque se ampliaron debido a Cánovas, la calle Larios se llevó a cabo gracias a la aportación del Marqués del mismo nombre. Y ahora, la fábrica de trenes AVE se instala en Málaga gracias a la ministra Magdalena Álvarez. En fin, para qué seguir.














Pocos meses después se producía un despertar del maravilloso sueño: había que hacer horas extras pues, de otra manera, no se podía redondear un sueldo suficiente para afrontar el adquirir una vivienda, en unos casos, o llevar en condiciones aceptables las necesidades de una familia. En algunos casos se empalmaba la noche con la mañana, lo que se llegó a conocer como "murcielagá". Algunos afortunados pudieron llegar a disponer de un seiscientos o un ochocientos cincuenta y, en algún caso aislado ¡un R8! La mayoría acudían al trabajo a patita o en el camión de Citesa (lo de autobús era muy fino para la época). Y es que la fábrica de Citesa llegó a darle nombre a la línea del autobús cuya parada final era la fábrica.



Sin embargo, en esos comienzos era difícil encontrar a alguien que, si no del todo feliz, llegara a sentirse desgraciado o deprimido. A pesar de que la semana laboral fuese de seis días, pues también se trabajaba el sábado. Los trabajadores se consideraban en cierta manera priviligiados, en comparación con la penuria que en esos tiempos había en Málaga. Se estaba orgulloso de poder decir a nuestro vecino que el aparato telefónico que le acababan de instalar lo habíamos fabricado nosotros.


¡Y las navidades! Prácticamente se trabajaba hasta el mismísimo día de nochebuena y fin de año. Pero la audacia y la alegría de los trabajadores hacía que se celebrara la navidad dentro de fábrica con cantes y jolgorio, calentitos que estaban con alguna que otra copita de aguardiente, de manera que la dirección no tenía otra opción que cerrar los turnos unas horas antes, con lo que la gente se iba más que recontenta a su casa, a comprar los turrones y a preparar la cena de nochebuena.












Un día, de repente, se produjo un abandono forzado de la inocencia colectiva. Había caido el gordo en Madrid, un día antes del sorteo de Navidad. ¡Existía una cosa llamada huelga! A la gente le cogió sin entrenamiento y sin experiencia en absoluto. Los jefes no sabían cómo actuar. Los trabajadores de fábrica tampoco. El mismo director no llegó a comprenderlo, pensando que era algo personal contra él. Así que, en la primera huelga que se celebró la gente se puso muy seria de pie en su puesto de trabajo y con los brazos cruzados. El silencio se podía cortar. Los sentimientos de cada cuál eran como relámpagos. Si alguien se aventuraba a entrar en las naves de fábrica, se arriesgaba a que sus pasos tronaran como truenos, amplificados por la resonancia de una nave vigilada por 5.000 ojos.


La edad de la inocencia había sido superada. Ya nada iba a poder ser igual que antes. De todos modos, la alegría no llegó a ser vencida del todo. Se había celebrado el décimo aniversario de la inauguración de la fábrica, y la mayoría de los trabajadores habían participado en la fiesta que se preparó. ¡Cómo no recordar a la gente coreando y bailando espontáneamente!

Pero, poco a poco, cada uno fue tomando su sitio, que era recordado en la huelga correspondiente de cada momento. Pero, una vez pasado el sarampión, todos se volvían a considerar como compañeros y eran escasas las personas consideradas como "enemigos de la clase trabajadora".

Una vez pasada la transición política, quedó más clara la necesidad de reclamar mejoras exclusivamente sociales y económicas. Se pudo llegar a llegar a fin de mes sin necesidad de horas extraordinarias y se dejó de trabajar los sábados. En Navidad no se desbordaba el río de la alegría espontánea en el interior de fábrica, pues ya no se trabajaba durante esas dos semanas.

Pasamos de ITT a Alcatel y apenas nos enteramos. Empezamos a dejar de fabricar piezas electrometálicas y tuvimos que aprender a vérnoslas con la electrónica. Pero, ¿qué es eso de un transistor o un diodo? De pronto, el disco de marcar giratorio dejaba de fabricarse para ser sustituido por botoneras. Los talleres de fabricación de piezas metálicas y de plástico empezaron a languidecer. Una nueva especie evolutiva estaba naciendo y nos había cogido con la piedra de pedernal en la mano. Había que reciclarse.

Sigilosamente, la primera máquina automática de ensamble entro en los talleres. Una traidora máquina de bobinar americana que era tan tonta que necesitaba de una cinta perforada para acordarse de lo que tenía que hacer. Las máquinas de inyección de plástico no iban a ser menos, y fueron provistas de unos incipientes robots para descargar las piezas una vez moldeadas. La electrónica sustituyó a la circuitería convencional y el plástico terminó de usurpar a las hermosas piezas metálicas interiores. Pero vino un enemigo peor: dejamos de ser los únicos que fabricaban teléfonos en España. Telefónica decidió, con buen criterio, diversificar sus proveedores. El resultado fue que disminuían los pedidos y que cada vez se necesitaba de menos mano de obra. Había que hacer un esfuerzo para abrir mercados en el exterior y había que prepararse para ser más competitivos.

El pueblo citesiano empezó a sentir el terremoto del exceso de personal y sus subsiguientes réplicas . Empezó la puja: 400.000 pts si te vas, 850.000, un millón y medio ... Cada pocos meses aumentaba la cantidad para tentar a la marcha, lo que unido a los progresivos rumores de cierre, hacía que poco a poco los primeros desertores se fueran sumando al éxodo.

Los sabios del cuartel general de Alcatel en Bruselas habían hecho números y llegado a la conclusión que la población crítica para una buena marcha de la fábrica tenía que ser de 500 trabajadores. Llegamos a ser 2.400 y ahora nos querían dejar en la quinta parte.

Debido en parte a la necesidad de abaratar la mano de obra del producto y a que se iba haciendo imposible el ensamblarlo manualmente, entraron más máquinas automáticas. Esta vez las esquirolas estaban especializadas en el ensamble de componentes electrónicos, pero todavía eran componentes que se podían ver. Los SMD estaban naciendo y aún no habían inundado el mercado. Daba gloria ver a las nuevas maquinitas montar resistencias, diodos y transistores sin cansarse y a una velocidad de vértigo. En los talleres se oía de nuevo el tacatá que se había acallado al jubilar a las remacheras y los tornos automáticos.

A mediados de los ochenta habían empezado a entrar los primeros SMD. Se compró una máquina semiautomática pra montar las PBA's del primer móvil. Lo de móvil es un decir, porque pesaba cinco kilos con la batería. Poco después empezaron a reclutarse las máquinas Fuji que, como un ejército victorioso, tomó posesión de los talleres. Nada era igual. Si un antiguo citesiano hubiera aparecido de repente en los talleres, creería que se había equivocado no de fábrica, sino de mundo.

Se celebró el 25 aniversario de la inauguración de la fábrica, pero ya no se celebrarían más. Los trabajadores llevamos a nuestros familiares a verla, igual de orgullosos que el primer día. A partir de aquí, crecieron las señales que indicaban que aquello se acababa. Cada vez había menos trabajo. Se dieron órdenes de apagar las luces de los talleres ociosos, en los que ni siquiera había personal, con el pretexto de ahorrar. Se cerraron talleres y se malvendieron las máquinas. Taller de circuitos impresos: muerto en combate. Taller de plásticos: unas máquinas capturadas por el enemigo y otras desaparecidas. Talleres de prensas, de remacheras, de tornos automáticos, de acabados, de Utillajes: se ignora donde se ubican sus tumbas.

Pero no todo acabó con la eliminación de talleres. La misma madre Citesa estaba en la picota. El negocio no era viable y había que cerrar. Había un director general que se empeñó en salvar la empresa, en contra del parecer de los mandamases de París. Pero para ello tenía que ofrecer un sacrificio: la fábrica dejaría de ser Citesa, había que venderla.

Los hijos de Citesa fueron entregados como rehenes a los expedientes de regulación de empleo. La puja por irse siguió aumentando. Llegó hasta los 12 millones. Los indecisos fueron captados. Se hicieron planes de prejubilación y se hizo una limpieza con los más mayores. Incluso se ofreció algo más a los componentes del comité, y hubo quien lo aceptó. A finales de 1992 la plantilla quedó reducida a 300 personas.

Pero la muerte de la antigua fábrica estaba dando lugar al nacimiento de una nueva. Eso sí, más chiquita y sin pedigrí y, además, en el extrarradio de la ciudad.

Aportación de JOM














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